La violencia invisible

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 Es más fácil reconocer la violencia en el silbido de las balas, en las torturas en Abu Ghraib, en una riña tumultuaria o en el abuso sexual a un niño, que en el dolor silencioso de la exclusión social, económica o cultural. También es cierto que la tragedia de una persona atrae nuestra atención con mayor intensidad que una cifra estadística. Hay sucesos que por su simbolismo hacen visible lo que pasa inadvertido de manera cotidiana. Por eso voy a compartir esta historia. 

En 1984 vivía en La Paz, Bolivia, cuando ocurrió un suceso dramático que fue conocido como «¿Castigo de Dios?». Ese fue el titular que usó en su editorial un diario católico de la ciudad. Versaba acerca de la tragedia de un padre que había perdido a su hijo al negársele atención médica de emergencia en un hospital privado. Nada habría tenido de excepcional ese evento en un país donde una parte sustantiva de la población -todavía hoy- vive en la pobreza y carece de acceso a servicios básicos de salud. Entonces, ¿por qué «fue noticia» este hecho? Ya verán.

En horas de la mañana, un auto atropelló a un niño cerca de la Plaza Santa Isabel La Católica. El chofer tomó al chiquillo ensangrentado y lo llevó al hospital más próximo, que resultó ser una clínica privada. Era política de la institución hacer un  depósito antes de recibir a ningún paciente, pero el chofer no tenía esa suma de dinero encima. Ofreció firmar una garantía escrita de que pagaría el importe establecido, incluso en su desespero ofreció su reloj en tanto iba por el dinero al banco. El pobre hombre imploró angustiado por alguna solución. Ante su insistencia, la recepcionista decidió consultar al médico jefe, y éste respondió que había que cumplir con lo establecido. El chofer no tuvo más remedio que ir por el dinero, y en el ínterin, el pequeño murió sin llegar a ser visto por ningún médico.

Lo que hizo que esta historia se convirtiera en noticia es que -triste ironía salomónica- el médico jefe, quien tuvo en su potestad salvar una vida, era precisamente el padre de la criatura atropellada. Al enterarse de que había condenado a su hijo a la muerte por obedecer unos reglamentos mercantiles, aplicados de manera inhumana y ciega, casi enloquece. De ahí el título del editorial del periódico: «¿Castigo de Dios?».

Me pregunto a quiénes habría deseado castigar Dios. ¿Al padre por acatar el reglamento de manera sumisa e insensible actuando como un militar que debe «obediencia debida» a sus superiores aunque le ordenen un crimen? ¿Quizás desearía incluir en su castigo a los propietarios de la clínica que no permitían excepción o flexibilidad alguna a sus reglas de admisión en una sala para casos de emergencia? ¿A la lógica perversa de un sistema estructurado de manera tal que excluye del derecho a la vida a un menor si no se cuenta con recursos para salvársela?

A los enemigos a ultranza del mercado les gusta recordarnos que Jesús expulsó del templo a los mercaderes. Pero tomen debida nota: los sacó a latigazos del templo, no de la ciudad de Jerusalén. Aunque Jesús no fuera economista parece que reconocía que el mercado podría jugar un papel beneficioso para la sociedad de su época. Mientras expulsaba a los mercaderes les recordaba que el templo era un lugar sagrado que ellos habían transformado en mercado, por lo que tenían que desalojarlo.

Si el relato bíblico es cierto, coincido con Jesús y considero que su mensaje tiene plena vigencia en el siglo XXI. El mercado es, hasta el presente, un mecanismo insustituible por su demostrada eficacia para alentar la producción e innovación en la creación de riquezas. Lo ilógico es permitir que ocupe el espacio sagrado de ciertos derechos humanos. Desde mi punto de vista, el derecho a la salud, la educación, vivienda y amparo social, por mencionar algunos, deberían ser considerados «templos sagrados» de la sociedad que no pueden regirse exclusivamente por la lógica del mercado.

Tan perjudicial resulta la intrusión estatal en áreas que no deben estar bajo su control directo como que el mercado pretenda impulsar una nueva lógica totalitaria bajo su regencia absoluta. Pueden incluso compartir esos espacios y responsabilidades, pero de manera tal que la existencia de instituciones públicas de salud y educación de bajísima calidad y escasos recursos no sea una coartada para declarar que hay que cobertura general de esos servicios mientras los pudientes resuelven sus problemas a plena satisfacción con el sector privado.

La ley de la oferta y la demanda no debió haber decidido la suerte de aquel niño boliviano, ni la de los millones de pobres que en ese país luchan por la supervivencia. Y no creo que las soluciones definitivas pasen por planes asistencialistas, sean estatales o privados, de gran despliegue publicitario. Lo que se requiere es menos acciones con etiquetaje ideologizado y mejores fórmulas integrales y sustentables de desarrollo humano, democrático, y socialmente inclusivo.

No es posible aplicar un solo modelo de democracia y mercado a realidades diversas. Cada nación requiere de una manera específica para relacionar al Estado, el Mercado y la Sociedad Civil. Lo que tiene validez universal son los derechos humanos. A partir de ellos, las democracias podrían definir con claridad cuales son sus «templos» sagrados y ser exigentes, como dicen que era Jesús, en su protección.

¿Qué creen ustedes?